El que dirán y la Palabra de Dios.

 

Pero a pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él; para que se cumpliese la palabra del profeta Isaías, que dijo: Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor?
Por esto no podían creer, porque también dijo Isaías: Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón; Para que no vean con los ojos, y entiendan con el corazón, Y se conviertan y yo los sane. Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y habló acerca de él.
Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga.
Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.
(Juan, 12:37-43)

Meditando en esta porción de La Palabra, recordé mis comienzos  en el evangelio. Comienzos que,  a pesar de haber visto con mis propios ojos como el Señor sanó y libró de una muerte anunciada por dos de los más prestigiosos  pediatras de la zona, a nuestro hijito, me avergonzaba de Jesucristo.  Y me avergonzaba, simplemente por el temor a que diría la gente, al haber abrazado el evangelio. Porque al abrazarlo, si quería ser sincero, iba a tener que ir   “contra corriente” y eso significaba tener que  aceptar  conceptos rechazados anteriormente por mí y enfrentarme a la católica (solo de nombre) sociedad a la que pertenecía.

Y es que, vivo en un país donde “el qué dirán” es un poder que compite abiertamente con Dios. Sobre todo en localidades pequeñas, donde se conocen unos a otros y  en las cuales se le  teme  más al qué dirán,  que (sin exagerar)  al mismo infierno del que se duda o no se cree, y que es donde muchos, aunque quieran ignorarlo,  se  van a encontrar precisamente por el qué dirán.

Es un concepto con el  que cargamos muchos españoles,  aunque no se quiera reconocer. Concepto  que no nos permite ser  totalmente libres, a pesar de creer  que lo somos, al importarnos más que mucho,   el qué dirán.

Por el que dirán, muchos de nosotros,  asistimos,   si no regularmente,  de cuando en cuando,   a la misa católica; bautizamos a nuestros hijos en la Iglesia Católica, nos casamos por la Iglesia Católica  y celebran nuestro funeral  también a través de la  Iglesia Católica y esto, a pesar de  estar a lo largo de  toda nuestra vida,  en contra de todo lo que huela a Dios, sobre todo, del que presenta la liturgia y  el clero católico.

Así que en el momento que nos presentan al  Jesús de la Biblia, del que nunca antes nos habían hablado, a pesar de conocerle por algunas de las  imágenes que habíamos visto en algún retablo o desfilando por las calles en Semana Santa, es tal el impacto,  que sentimos miedo (vergüenza) por el que dirán de nosotros, si nos ven con una Biblia  bajo el brazo o entrando en alguna capilla evangélica, a la que consideran sin conocerla como: Donde-se-reúne-una-secta.

Es tal el miedo (no se puede catalogar de otra manera) al qué dirán,  que conocí a alguien que a pesar de ser parte (eso decía)  de una iglesia evangélica,  la Biblia que portaba a los servicios era tan pequeña,   que  casi  no se podía  leer por la pequeñez de su  letra, pero muy fácil de esconder en cualquier bolsillo,  evitando así,  que al llevarla, nadie se  la viera.  Los días de servicio, paseaba “este hermano” arriba y abajo, frente a la iglesia, y cuando se cercioraba que la calle estaba vacía, y que nadie le podía ver, entraba precipitadamente  en ella.  Olvidando lo que dice el Señor a los que de Él, se avergüenzan.

Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles. (Marcos, 8:38)

Incluso,  algunos de los que nos definimos como cristianos verdaderos, tapamos el qué dirán, con muchas y variadas relaciones sociales; dejando incluso de congregarnos cuando cualquiera de los servicios de la iglesia a la que pertenecemos,  coincide con algún evento social al que nos han invitado, prefiriendo al aceptar la invitación, para quedar bien con gente que no quiere nada de Dios, perdernos la bendición de adorar y alabar a Dios junto al resto de hermanos.  Pero eso sí,  con la escusa de que de esa manera les podemos presentar al  Jesús que conocemos, cosa  que no solemos  hacer o lo hacemos como el que no quiere la cosa, para apaciguar  nuestra conciencia. Cuando lo que verdaderamente pasa,  es  que,  por el que dirán,  nos vamos alejando  poco a poco del Señor. Pero lo más sorprendente,  es que no queramos darnos cuenta de ello.

Conviértanse ellos a ti, y tú no te conviertas a ellos. (Jeremías, 15:19) 

La conclusión es que en nosotros está el decidir qué camino tomar, si el de agradar a Dios o el de agradar a la gente; porque a la vez,  no se puede agradar a Dios y a la gente. Así que,  si decidimos seguir a Cristo, el qué dirán, debe quedar como una anécdota del pasado, sin importarnos  lo que digan o piensen de nosotros, porque lo  único importante será lo que diga el Señor de nosotros. Si la decisión es otra, solo se puede decir que,  allá cada cual.

Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo. (Juan, 17:24)

 

Que la Gloria sea siempre para nuestro Dios.

 

 

 

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