El demonio de la envidia

 

 

Me gusta ojear tratados y artículos sobre psicología, y en uno de ellos encontré que a pesar de que las visitas a los profesionales de esta disciplina han aumentado considerablemente, debido al estrés, depresión, ansiedad, tristeza severa e incluso desórdenes o trastornos emocionales, prácticamente nadie acude al psicólogo porque tiene envidia.  Cuando todo ello, en muchos casos, pudiera ser, resultado de la envidia.

Porque según el breve diccionario etimológico de Joan Coromines, la palabra envidia, viene del latín “in-vidia” del verbo “in-videre” y que no significa mirar hacia dentro, sino mirar con malos ojos, torcidamente o con hostilidad; pero también significa: privar de algo a alguien o negar lo que tiene. La etimología nos indica que la envidia, es algo que entra por los ojos.

La Palabra de Dios, es más clara al respecto, porque señala sin titubeos que, en muchas de las situaciones en las que se busca ayuda profesional, su inicio se encuentra en un pecado llamado envidia:

¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?  Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites. (Santiago, 4:1-3)

Porque la envidia,  al desear algo que tiene otro, implica,  una gran tristeza emocional, al considerar (nunca se va a reconocer abiertamente) que el que otro posea ese bien que se anhela, es la causa de que él no lo posea.

Así que, a partir de ahora, vamos a guiarnos por lo que nos dice La Palabra   de Dios, en cuanto la envidia.

En primer lugar, deberíamos tener en cuenta, los que hemos conocido al Señor, el aviso que se encuentra en la epístola de Santiago:

Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido.  Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte.  Amados hermanos míos, no erréis. (Santiago, 1:13-16)

Todo comenzó, (según el profeta Ezequiel) cuando un querubín hermoso y protector, “al fijar sus ojos en Dios” deseó ser igual a Dios; es decir tuvo envidia de Dios, (lo miró con malos ojos) y esa mirada le condujo a  rebelarse contra su creador:                                                                                                                                                    

 En Edén, en el huerto de Dios estuviste; de toda piedra preciosa era tu vestidura; de cornerina, topacio, jaspe, crisólito, berilo y ónice; de zafiro, carbunclo, esmeralda y oro; los primores de tus tamboriles y flautas estuvieron preparados para ti en el día de tu creación. Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; en medio de las piedras de fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste creado, hasta que se halló en ti maldad. A causa de la multitud de tus contrataciones fuiste lleno de iniquidad, y pecaste; por lo que yo te eché del monte de Dios, y te arrojé de entre las piedras del fuego, oh querubín protector. (Ezequiel. 28:13-16)

Una vez que Dios vio que todo lo que había creado era bueno en gran manera, (Gén. 1:31) se estableció tal relación entre Dios y el hombre, que nada impedía al Eterno ir al encuentro del hombre para “conversar” con él. Relación que se rompió al entrar en acción el mismo ser que por envidia, se había levantado contra su creador. Utilizando para ello un cebo tentador “el ser igual a Dios” porque el envidioso, trata de hacer odioso al envidiado a los ojos de terceros. Ya que, el demonio de la envidia no puede tolerar que otro, en este caso Dios, tenga el reconocimiento que él cree le pertenece y, hará todo lo que esté a su alcance para impedirlo:                                                                             

Pero la serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho; la cual dijo a la mujer: ¿Conque Dios os ha dicho: ¿No comáis de todo árbol del huerto? Y la mujer respondió a la serpiente: Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis. Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal. (Gén. 3:1-5)

A partir de ese triste suceso, la envidia, el demonio de la envidia, porque es un demonio que posee a mucha gente, acampa a sus anchas, incluso entre el pueblo de Dios.

Fue el instigador para que Caín lleno de envidia matara a su hermano Abel, al mirar Dios con agrado la ofrenda que Abel le ofreció y no miró así, la ofrenda que le ofreció Caín.

Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová.  Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya. Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante.  Entonces Jehová dijo a Caín: ¿Por qué te has ensañado, y por qué ha decaído tu semblante? (Génesis, 4:3-6)

 Fue también el demonio que alentó a Aarón y María, hermanos de Moisés a que se levantaran contra él, con la excusa de la mujer que había tomado, cuando el motivo era envidia por la posición de Moisés:  

María y Aarón hablaron contra Moisés a causa de la mujer cusita que había tomado; porque él había tomado mujer cusita.  Y dijeron: ¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros? Y lo oyó Jehová.  Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra.  Luego dijo Jehová a Moisés, a Aarón y a María: Salid vosotros tres al tabernáculo de reunión. Y salieron ellos tres.  Entonces Jehová descendió en la columna de la nube, y se puso a la puerta del tabernáculo, y llamó a Aarón y a María; y salieron ambos.  Y él les dijo: Oíd ahora mis palabras. Cuando haya entre vosotros profeta de Jehová, le apareceré en visión, en sueños hablaré con él.  No así a mi siervo Moisés, que es fiel en toda mi casa.  Cara a cara hablaré con él, y claramente, y no por figuras; y verá la apariencia de Jehová. ¿Por qué, pues, no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés?  (Núm. 12:1-8)

Al igual que se levantaron parte de los levitas y algunos de la tribu de Rubén, al envidiar a Moisés, porque no se envidia lo que otro posee (que también) sino más bien, su posición, lo que se es; así que es lícito para el envidioso desacreditar al envidiado. No olvidemos que envidia, etimológicamente, no solo significa “mirar torcidamente” sino también, negar o privar al envidiado de aquello por lo que se le envidia:

Coré hijo de Izhar, hijo de Coat, hijo de Leví, y Datán y Abiram hijos de Eliab, y On hijo de Pelet, de los hijos de Rubén, tomaron gente, y se levantaron contra Moisés con doscientos cincuenta varones de los hijos de Israel, príncipes de la congregación, de los del consejo, varones de renombre. Y se juntaron contra Moisés y Aarón y les dijeron: ¡Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos está Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová?  Cuando oyó esto Moisés, se postró sobre su rostro; y habló a Coré y a todo su séquito, diciendo: Mañana mostrará Jehová quién es suyo, y quién es santo, y hará que se acerque a él; al que él escogiere, él lo acercará a sí. (Núm.16:1-5)

Creo, con lo expuesto, que ya nos habremos dado cuenta que siempre se envidia alguien cercano; generalmente a alguien muy próximo, tal como le sucedió a José, que, sus hermanos por envidia, le vendieron a Egipto. (Hechos, 7:9)

Como también le aconteció al rey David, que, su hijo Absalón, lleno de envidia, con falsa humildad y zalamería, se levantó contra su padre, arrastrando tras sí a otros, provocando muerte y destrucción, que es a lo que conduce el demonio de la envidia:

 Aconteció después de esto, que Absalón se hizo de carros y caballos, y cincuenta hombres que corriesen delante de él.  Y se levantaba Absalón de mañana, y se ponía a un lado del camino junto a la puerta; y a cualquiera que tenía pleito y venía al rey a juicio, Absalón le llamaba y le decía: ¿De qué ciudad eres? Y él respondía: Tu siervo es de una de las tribus de Israel.  Entonces Absalón le decía: Mira, tus palabras son buenas y justas; mas no tienes quien te oiga de parte del rey.  Y decía Absalón: ¡Quién me pusiera por juez en la tierra, para que viniesen a mí todos los que tienen pleito o negocio, que yo les haría justicia! Y acontecía que cuando alguno se acercaba para inclinarse a él, él extendía la mano y lo tomaba, y lo besaba.  De esta manera hacía con todos los israelitas que venían al rey a juicio; y así robaba Absalón el corazón de los de Israel.  (2 Samuel, 15: 1-6)

 

La envidia y sus síntomas.

 

La  primer señal o  síntoma,  es la molestia e incomodidad, que se siente al oír o ver los halagos que se le hacen a alguien cercano,  al haber  conseguido algo que se anhela o, por la situación que ocupa en la Iglesia. Cuando la Palabra nos dice todo lo contrario:  Cuando un miembro del cuerpo de Cristo (Iglesia) recibe honra, todos los miembros deberían gozarse con él. (1 Cort. 12:26)

No se envidia (insisto) a los que se encuentran lejos ni a los que no se conoce, de ahí la importancia como creyentes, de hacerle frente a los primeros síntomas, ya que, “No se puede evitar que los pájaros vuelen sobre nuestras cabezas, pero sí se puede evitar que hagan nido sobre ellas”, según Lutero.

Por   lo tanto, despójense de toda clase de maldad, todo engaño, hipocresía y envidia y toda clase de chismes.  (1 Pedro, 2:1 DHH)

 

Atados por la envidia. 

 

Entra este demonio, a través de los ojos “al mirar torcidamente” a otro: La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. (Mateo, 6:22-23) y si se le da lugar, se auto justifica y engaña a sí mismo, alegando que tiene “sana envidia “cuando la envidia nunca es sana, porque la envidia, es carcoma de los huesos. (Prov. 14:30)

Es un espíritu importante y sagaz, que intenta pasar desapercibido para conseguir sus fines.  El disimulo, la soberbia, la ira, el juicio y la crítica constructiva (crítica, al fin y al cabo) son algunos de sus demonios colaboradores, para convencer a otros y desacreditar al envidiado, que siempre suele ser alguien que, (en cuanto la Iglesia) sirve a Dios, con la finalidad de hacer el mayor daño posible a la obra de Dios. Al igual que lo intentó con Abel, José, Moisés, David y otros.  Principalmente con el Señor Jesucristo, que, por envidia, fue entregado. (Mateo, 27:17-18)

Como todo espíritu inmundo se descubre a sí mismo y, el indicio más importante, aunque intente disimularlo, es el silencio que guarda mientras se está elogiando a alguien a quien quisiera desbancar y ocupar su lugar.  Y en caso de sumarse a los elogios (para no ser descubierto) minimiza las alabanzas (el hablar bien) que se le hacen al envidiad@.  Y como desea lo que el otro herman@ tiene o es, va tratar de quitarle importancia, añadiendo siempre un, pero, a lo que se diga del herman@ aludido, cuando la Palabra de Dios dice todo lo contrario:

Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. (Filipenses, 2:3-4)

 

Libres de  envidia.

 

Por lo tanto, al no ignorar las maquinaciones de este maligno espíritu, lo más correcto según La Palabra, para ser liberados del demonio de la envidia, debería ser a la vez que se le pide perdón a Dios, reconocer su señorío, autoridad y majestad. (Sant. 4:7-8) Y, con humildad, comenzar a respetar y darle honra, a quien se le deba respeto y honra. (Rom. 13:7) Estimando a los demás como superiores a sí mismo, al buscar no solo el propio interés, sino también el de los otros.

Y una vez liberados por Jesucristo, (Juan, 8:36) de esta satánica atadura, si seguimos las “instrucciones” dadas por el apóstol Pablo en la epístola a los romanos, el demonio de la envidia se apartará de nosotros para nunca más volver:

Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno.  Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros.  De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría.  El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno. Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros. (Rom. 12:3-10) 

Y de hacer bien y de la ayuda mutua no debemos olvidarnos; porque de tales sacrificios se agrada Dios. Así que, de nosotros depende. (Hebreos, 13:16)

 

 

Que la Gloria sea siempre para nuestro Dios.

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.